La verdad es que estamos sumidos en el misterio y que ni siquiera nos han dado una luz para penetrarlo, aparte de nuestra mente, perennemente aterrada por la conciencia del transcurso inexorable del tiempo.
Nuestra mente aterrada, incapaz de asumir en muchos casos el inexorable transcurso del tiempo. Como si la venda en los ojos nos permitiera intuir solamente un juego de claroscuros vitales, de sensaciones de que algo más está sucediendo que aquello que perciben nuestros sentidos.
Realmente necesitamos que suceda algo, que se levante un viento tenue, que vaya adquiriendo consistencia y fuerza y arrastre esa niebla que oculta las siluetas reales y nos permita ver el paisaje circundante. Que nos ayude a contemplar cada uno de los matices, de los colores y rasgos de todo y de cada una de las miríadas de objetos, de cosas, de personas que están ahí, ahí mismo, sin que las veamos.
Es enero, sin duda, que ha venido a imponer una vez más el yermo y la desesperanza, el frío y la desilusión, cubriendo con la monótona cadencia del invierno las tierras y las mentes, los sueños y los amantes.
¿Qué o quién ayudará a desterrar el terror ante lo leve, ante lo efímero que puede ser una persona, un sentimiento, una idea?
¿Hace falta realmente que surja esa ayuda foránea o tiene que emerger de nuestro interior, emanar como un manantial de agua cálida en el epicentro del frío?