27 octubre 2006

Sentir la diferencia no está en nuestras manos

Sentir la diferencia no está en nuestras manos. Se siente o no se siente.
Así de claro lo veo y pocas cosas veo claras en este devenir de los tiempos agitados por el viento. Estuve visitando una vez más una vieja ciudad.
Las ciudades viejas y las personas ancianas tienen grandes atractivos. En su mirada tienen esa incógnita planteada del que ha vivido diferentes épocas, distintas tendencias vitales, movimientos contrarios o paralelos que impulsan o detienen, que levantan o hunden las ilusiones más brillantes, los pesimismos más umbríos.
Me pregunto muchas veces por qué a tantas personas les dan un cierto temor las personas ancianas, todo lo viejo por lo general.
¿Ven su futuro cercano y no desean verlo, recordarlo?
Es difícil asumir que la vida solo tiene una parada y que el resto de la misma es continuo devenir. Lo que pasa, pasado es, no vuelve. No queda nada más que en el pensamiento y preferimos pensar poco. Todo lo que nos venden por los ojos, por el oído, incluso por el tacto, indica la misma dirección, el mismo mensaje, el mismo vendaje de los sentidos (el común el primero).
¡No pienses, es malo!
¡Vive, actúa, no reflexiones!
¿Para qué?
Los mensajes que nos venden y a los que nos vendemos son claros: sólo existe el placer, la belleza, el dinero…
¿Para qué vas a sufrir? ¿Par qué vas a pensar en el sufrimiento tuyo o ajeno?
Tengo la certeza que mi generación está muy poco preparada para aguantar el dolor, para soportar la frustración. Está en peores condiciones que la generación de mis padres o la de mis abuelos para afrontar lo malo y verle el lado menos malo. Aún así me da la impresión de que la generación de mis hijos y, pronto, dentro de menos de lo que imagino, la de mis nietos, estará peor preparada que nosotros.
Aprendemos pronto que lo feo y lo doloroso se tapa debajo de la alfombra. Lo limpio está más limpio si se esconde la suciedad, si se oculta.
Vemos a los próceres de la patria lucir sus galas, mostrar sus bonitas y caras dentaduras, sus elegantes ropajes, su saneada cuenta corriente y cuando alguno de ellos descubre su rostro oculto, la rapidez del olvido los baña de nuevo en esplendor y les suaviza las arrugas de los pantanos en que se mueven dentro de su vida privada y sus negocios profesionales. Este país se enladrilla, se llena de banqueros y comerciantes que parecen ganar el dinero muy fácilmente.
¿Te cuesta a ti tan poco ganarlo como a ellos?
Si no es así, como me sucede a mí ¿Por qué nos cuesta plantearnos, buscar con ayuda del sentido común, dónde está el truco, dónde el engaño?
Sentir la diferencia no está en nuestras manos. La lotería genética nos premia o nos castiga. Más aún nos zarandea como un fuerte viento la lotería de la cuna.
¡Qué diferencia nacer así o… asado!
¡Únicamente y, si te descuidas tampoco, es el final de la vida, la que nos iguala!

Desde las sombras, de vuelta a las sombras

Desde las sombras, de vuelta a las sombras.
Es ese el momento concreto, exacto, en que los recuerdos se vuelven huidizos espectros, fantasmales siluetas en grises y tonos oscuros, con más proporción de la tinta de la pena que de la alegría.
Subes la cuesta del día, respirando con desgana, sintiendo que cada paso va a ninguna parte y es costoso, sangrante, que permite al parar a descanar en el rellano y ver, contemplar apenas, como se escapan, fluidas, tus últimas energía.
Y esperas, impaciente, pero sensible, que la noche traiga un viento fresco de esa cercana y maternal mar para aliviar la angustia, la insensible angustia.
La noche serena que calmará como un bálsamo el doloroso latir de las interminables heridas y en un susurro monótono te recuerda que todas hieren y pero que es esa última saeta, con su fúnebre letanía, la que finalmente remata.