22 septiembre 2008

A un clic de distancia

En ocasiones se produce la magia donde menos lo esperas.
La magia blanca de la ilusión por las pequeñas cosas.
Abres un libro y surge al azar una frase que te conmueve.
Haces un clic en el ratón y aparece una página donde encuentras algo que te sorprende, te enternece o enerva.
Esa magia radica en el alma, en la mente, que no sabemos si es liviana o pesada, según con que lente nos de por mirarla en la brumosa pero energética mañana.
Y aquí queda una frase robada, a un para mí poco conocido escritor japonés, Haruki Murakami.
Aquí queda una esencia que te dirá mucho o poco, tal vez nada, pero que me ha hecho recordar que la luz es tan bella como su ausencia.

"Sí, en aquella época, yo hablaba a solas como si estuviera recitando un poema".


Haruki Murakami

13 septiembre 2008

Desde la atalaya marina


Contemplas el declinante, rojizo horizonte, de esta tarde de suave primavera, desde tu atalaya marina.

Los azules se funden con los índigo, grana, oro y plata, en la distante lejanía de la inmiscible suspensión de aire y agua.

Los barcos, grandes y pequeños, blancos y negros, verdes o rojos, de ruidosos motores o silenciosas velas, hilan sus rectos caminos sobre la salada superficie de la bahía.

Se enmarañan y confunden sus trazos, se borran y dibujan sus efímeras líneas.

Siguen sus rastros tus soñadores ojos, mientras labran historias y fantasías con la plata de sus estelas.

Son fantasías viajeras, de países lejanos, países cubiertos de sol y de bruma.

Sientes las raíces, metamorfosis de tus pies, taladrar la familiar y cálida tierra pero tu alma etérea se eleva hasta acariciar las nubes que envuelven tus pensamientos.

El camino muta continuamente, se transforma en cada instante y esquina, se teje con argénticos y áureos hilos, mientras se abren a tus ojos, tus pies, tu mente, las multicolores imágenes de esa aventura que es la vida, tu vida entera.



Ilustraciones de Tania Quindós González

Una llamada, una vida pretérita

Una llamada, una vida pretérita
Me sorprendió tu llamada. La tarde paseaba aburrida intentando deshacer el nudo que provocaba la tos en mi garganta cuando sonó el teléfono. Tu voz se me hacía extraña al principio. Tu saludo; sin embargo, no había cambiado con los años. Me permitió reconocerte. No dudar sobre la autenticidad de los recuerdos que emergían reclamados por la magia de tus palabras encadenadas a través de la línea.
Me sorprendió tu llamada. Aun más tu invitación. Esta última avivó mis recelos. ¿Por qué, después de tantos años, volvías a dar señales de vida? Decimos así, “dar señales de vida”, como si uno muriera en realidad cuando deja de formar parte de nuestra historia cotidiana. Como si fuera tan fácil desparecer y aparecer. ¿O lo es realmente?
Pienso que a muchos nos gustaría estar ausentes durante esos momentos desagradables tanto por su carga excesivamente dramática como por la ausencia de cualquier vestigio de vitalidad. No sólo pienso o creo que es así, lo sé.
Como decía tu admirado Conan Doyle o alguno de sus directos o indirectos biógrafos puso en sus labios yertos, lo sé, estoy seguro, no es un pensamiento o una creencia. Y en este grupo de personas te incluyo a ti. Sí, ya lo sé, mi manía de clasificar todas las cosas. Manía de científico o pseudocientífico, porque, bien es verdad, al cabo de los años quién sabe lo que realmente es uno.
En estos pensamientos estaba inmerso cuando te vi entrar por la puerta de aquella cafetería de falso aspecto irlandés donde habíamos quedado. Tu pelo seguía siendo ensortijado aunque las canas cubrían bastante más tu cabeza que los cabellos oscuros tan típicos antes. Miraste a tu alrededor antes de darte cuenta del lugar en el que me hallaba sentado. Me pareció notar la sorpresa en tu rostro. Sorpresa probablemente asociada a los rasgos cambiados que apreciaste en mi cara. O tal vez no porque nos mentimos, como se debe mentir en estas ocasiones, al decirnos que estábamos igual que siempre como si el tiempo no pasara por nosotros.
Nunca me han gustado estas afirmaciones falsas. Esas mentiras piadosas tan comunes y bien valoradas. Pero el roce social poco a poco ha ido limando también las aristas de mi carácter y cada vez soy más dado a callar o a mentir con mayor o menor éxito. El tiempo había pasado por tu rostro y por tu cuerpo aunque tu forma de vestir parecía haberse estancado en otras décadas. Seguían tus manos estando repletas de anillos. Anillos que me resultaban equilibradamente conocidos y nuevos. Ese hábito tuyo siempre me había chocado. Desde los tiempos que compartimos de estudiantes en el instituto tuviste una gran afición por los anillos y sortijas. Me parecía llamativo. Llamativo, sobe todo porque jamás soporté llevar anillos, cadenas, collares u otros adornos parecidos.
Pediste un café. Me sorprendí de nuevo por este cambio de hábitos. No recordaba que bebieras café. Es más, alguna vez te oí algún comentario contrario al café, al té, a cualquier infusión. Te parecían bebidas de ancianos. Tal vez ahora eres una persona anciana y eso explicaba tu petición. O tal vez no. ¿Porque cuántos años podrías tener? Recordé que compartíamos algunas clases en el instituto y eras, creo recordar, un par de años mayor. Entonces, en términos técnicos, no podría decir que fueras una persona mayor. Tal vez pensaran diferente algunos de los jóvenes que departían alegremente acodados a la barra del café.
Bueno,- te dije- ¿por qué querías verme?
- Veo que sigues tan directo como siempre. Siempre al grano. No se debe perder el tiempo.
- Las cosas han cambiado en muchos aspectos pero en las conversaciones me gustan poco los circunloquios. Me intriga que nos veamos después de tanto tiempo sin saber nada el uno del otro.
Tu mirada parecía cansada. Las ojeras que rodeaban, enmarcaban, tus ojos, eran demasiado nítidas. Daba la impresión de que habías tenido poco éxito con el sueño la noche pasada. Aun así, tu rostro mostraba una concentración excesiva, como si realmente te costar estar donde estabas y hablar conmigo.
- No lo sé. No se por qué necesitaba verte, hablar contigo. Tal vez necesitaba hablar con alguien que no me hubiera tratado mal. Con algún amigo aunque fuese un amigo pretérito.
La realidad es cambiante. La realidad presente y la realidad pasada. “Alguien que no me hubiera tratado mal”. Me sorprendió esta frase. No recordaba que hubiéramos tenido una relación superficial. No recordaba que mi trato hacia ti fuera malo pero tampoco que fuera especialmente maravilloso. Mientras vagaba entre recuerdos, una certeza afloraba cada vez más en mi pensamiento. Veía claro que estaba hablando con una persona que me resultaba completamente extraña. Y me parecía imposible teniendo en cuenta los muchos años en que habíamos compartido tantas cosas.