Recorrió inmensas distancias en el espacio y la mente, entró en la Ciudad Sagrada, Prohibida, soñó en las arenas ardientes de Arabia, los caudalosos y espirituales ríos de la India, las ignotas sabanas de África, las revueltas aguas del golfo de Guinea o las amplias y nuevas tierras americanas, cultivó las más diversas culturas y lenguas, tradujo obras eternas (“Las mil y una noches”, “Kama sutra”, Ananga Ranga”,…), estudió las diferencias y semejanzas de la especie humana, sus relaciones y creencias, y las describió en numerosos escritos que se llevó, en gran parte, el fuego purificador de la intolerancia religiosa… de su amada esposa.
A su muerte, su viuda, católica integrista, echó a la pira purificadora una gran cantidad de su material antropológico inédito, inapropiado en su descripción de costumbres humanas que eran inadecuadas para la sociedad puritana de su época.
Sea este un pequeño tributo desde la nada, en la inmensidad de la noche y del tiempo. Que las claras fuentes del Nilo limpien el cansancio de su curtido rostro cada mañana de esta blanca eternidad pero no borren su nombre.
27 abril 2008
Víctimas de la absurda moral religiosa: Richard F. Burton (1821-1890)
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Claveles de revolución
No recordaba al declinar la semana que de claveles y música se llenó la calle primaveral, la calle eterna, atemporal.
De claveles y primavera se llenó la vida, completa de grises hasta entonces, después brevemente colorida, de claveles, ruidosa de música, alborozada de personas y palabras, de libertad y esperanza.
Una alegre primavera repleta de claveles anticipaba la muerte del dictador, el ocaso de lo gris azulado que desde siempre había repintado a la vieja península.
Fue la primera vez, tal vez la última, que los uniformes no me parecieron odiosos.
Parecía el comienzo de una nueva era, tal vez lo fue, tal vez no, pero las cosas no volvieron a ser las mismas y una juventud siguió a la otra, y una vejez ocupó el espacio dejado por otra.08 abril 2008
Vida y destino (Vassili Grossman)
He comenzado a leer el libro “Vida y destino” del autor fallecido Vassili Grossman y no me está sentando nada bien. Es una novela ambientada en la II Guerra Mundial, que gira alrededor de la vida de varias personas, sus amigos, familiares… durante la batalla de Stalingrado, de sus pensamientos, sufrimientos, amores… pero me parece sobre todo una novela política, de reflexión sobre los daños que provocan los totalitarismos.
No sólo los causados por el totalitarismo fascista, bajo su disfraz nazi en este caso (con la odiosa figura de Hitler entre líneas), si no también esos totalitarismos que se disfrazan de avance social y que se escudan en que los enemigos exteriores quieren eliminar las conquistas sociales, la revolución popular, para conculcar los derechos y libertades de sus ciudadanos. Esos totalitarismos que con un fuerte puño militar y grandes dosis de propaganda, nos engañan con una imagen bucólica, soñadora, con una sonrisa atractiva pero que esconden la abolición del ser humano sumergiéndole en una masa amorfa, en un rebaño que se siente cada vez más plácido bajo el tejado de la tenada o de la cuadra, con la seguridad de que habrá pasto o pienso, unas veces más otras menos, en el pesebre y se despreocupan de esos corderos, de esas viejas ovejas que van desapareciendo cada cierto tiempo, bien porque balan mal, tienen la lana negra o cualquier otra manifestación de su fenotipo o de su pensamiento que no coincide con el resto de los borregos.
No me sienta bien, desde luego que no y menos saber que su autor, periodista ruso que desde el frente de Stalingrado describió la barbarie de la guerra y por primera vez la existencia de los campos de exterminio nazis, no vio impresa su obra porque pasó a ser un escritor maldito para el poder corrupto soviético estaliniano al que no le gustaba que en su obra se mostrase fríamente el desmoronamiento real y moral de ese falso comunismo militarizado y de cómo las personas desde lo más hondo de su ser se rebelan, cada uno de la manera que podía o de que le era posible contra esa alienación constante del espíritu humano en que se convierte el poder mal empleado, el poder absoluto y su terror indiscriminado.
Me lo decía mi querido abuelo y me lo sigue diciendo en todos esos pensamientos, en esos sueños mágicos de las cada vez menos livianas noches de reposo o cada vez más pesadas vigilias, que no puede ser bueno ese cambio que se produce en la personalidad humana cuando uno se viste de uniforme, sea militar o civil, y esa persona se cree investida de un poder extraordinario, sobrenatural,… y su comportamiento empieza a ser distinto, menos amable, más autoritario, más servil con el poder, más soez con el anteriormente igual e incluso amigo, más brutal con el que consideran o aprecian débil.
Y los que hemos sentido la llamada de la utopía, y los que la seguimos sintiendo aunque tal vez cada vez más lejana, muchas veces no acabamos de comprender cual es la diferencia, la causa de que quien debe cuidar de nuestro bienestar se convierta en verdugo, en carcelero, en testaferro de un poder cada vez más distante de la gente corriente, de la ciudadanía, de esa gente que somos tú y yo, nosotros, de que quien deba ser amable se muestre brusco, agresivo…
Los Stalingrados se convierten en Hanoi, Santiago, Sarajevo, Sbrenica, Bagdad, Gaza, y crece nuestra indiferencia, nuestros ojos transforman su mirar en ovino, bovino, canino, cada vez más vacío, más ausente y encumbramos a curiosos personajes (Aznares, Bushes, Putines, Blaires,…), les damos alas, y se toman el poder por suyo, se lo guardan mientras pueden y si se lo quitamos con los votos (cada vez más livianos, menos sólidos), nos martirizan, intentan hacernos sentir culpables por no haber comprendido el designio divino que les confirió esa clarividencia, esa solemnidad en la estulticia más absoluta, que se tiñe tantas veces de un rojo que nunca es el de su sangre, siempre es de la de los demás, de aquellos que muchas veces no buscan nada más que un poco de sombra en esos duros días en que hace un sol de justicia.
Y ahí nos quedan todos los Vasili Grossman, encerrados en un libro, en una fotografía, en una bitácora, en un recorte de periódico. Es poco ese recuerdo, tal vez cada vez más desteñido, pero con suficiente luz para alumbrar a todos aquellos malnacidos politicastros que todavía son capaces de decir con satisfacción y suma arrogancia que mucha gente vivía bien bajo la nefasta sombra de guadaña de los dictadores que les protegieron a ellos y a sus finas familias.
No sólo los causados por el totalitarismo fascista, bajo su disfraz nazi en este caso (con la odiosa figura de Hitler entre líneas), si no también esos totalitarismos que se disfrazan de avance social y que se escudan en que los enemigos exteriores quieren eliminar las conquistas sociales, la revolución popular, para conculcar los derechos y libertades de sus ciudadanos. Esos totalitarismos que con un fuerte puño militar y grandes dosis de propaganda, nos engañan con una imagen bucólica, soñadora, con una sonrisa atractiva pero que esconden la abolición del ser humano sumergiéndole en una masa amorfa, en un rebaño que se siente cada vez más plácido bajo el tejado de la tenada o de la cuadra, con la seguridad de que habrá pasto o pienso, unas veces más otras menos, en el pesebre y se despreocupan de esos corderos, de esas viejas ovejas que van desapareciendo cada cierto tiempo, bien porque balan mal, tienen la lana negra o cualquier otra manifestación de su fenotipo o de su pensamiento que no coincide con el resto de los borregos.
No me sienta bien, desde luego que no y menos saber que su autor, periodista ruso que desde el frente de Stalingrado describió la barbarie de la guerra y por primera vez la existencia de los campos de exterminio nazis, no vio impresa su obra porque pasó a ser un escritor maldito para el poder corrupto soviético estaliniano al que no le gustaba que en su obra se mostrase fríamente el desmoronamiento real y moral de ese falso comunismo militarizado y de cómo las personas desde lo más hondo de su ser se rebelan, cada uno de la manera que podía o de que le era posible contra esa alienación constante del espíritu humano en que se convierte el poder mal empleado, el poder absoluto y su terror indiscriminado.
Me lo decía mi querido abuelo y me lo sigue diciendo en todos esos pensamientos, en esos sueños mágicos de las cada vez menos livianas noches de reposo o cada vez más pesadas vigilias, que no puede ser bueno ese cambio que se produce en la personalidad humana cuando uno se viste de uniforme, sea militar o civil, y esa persona se cree investida de un poder extraordinario, sobrenatural,… y su comportamiento empieza a ser distinto, menos amable, más autoritario, más servil con el poder, más soez con el anteriormente igual e incluso amigo, más brutal con el que consideran o aprecian débil.
Y los que hemos sentido la llamada de la utopía, y los que la seguimos sintiendo aunque tal vez cada vez más lejana, muchas veces no acabamos de comprender cual es la diferencia, la causa de que quien debe cuidar de nuestro bienestar se convierta en verdugo, en carcelero, en testaferro de un poder cada vez más distante de la gente corriente, de la ciudadanía, de esa gente que somos tú y yo, nosotros, de que quien deba ser amable se muestre brusco, agresivo…
Los Stalingrados se convierten en Hanoi, Santiago, Sarajevo, Sbrenica, Bagdad, Gaza, y crece nuestra indiferencia, nuestros ojos transforman su mirar en ovino, bovino, canino, cada vez más vacío, más ausente y encumbramos a curiosos personajes (Aznares, Bushes, Putines, Blaires,…), les damos alas, y se toman el poder por suyo, se lo guardan mientras pueden y si se lo quitamos con los votos (cada vez más livianos, menos sólidos), nos martirizan, intentan hacernos sentir culpables por no haber comprendido el designio divino que les confirió esa clarividencia, esa solemnidad en la estulticia más absoluta, que se tiñe tantas veces de un rojo que nunca es el de su sangre, siempre es de la de los demás, de aquellos que muchas veces no buscan nada más que un poco de sombra en esos duros días en que hace un sol de justicia.
Y ahí nos quedan todos los Vasili Grossman, encerrados en un libro, en una fotografía, en una bitácora, en un recorte de periódico. Es poco ese recuerdo, tal vez cada vez más desteñido, pero con suficiente luz para alumbrar a todos aquellos malnacidos politicastros que todavía son capaces de decir con satisfacción y suma arrogancia que mucha gente vivía bien bajo la nefasta sombra de guadaña de los dictadores que les protegieron a ellos y a sus finas familias.
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