Aprendí en tu cálida mirada que la poesía no necesitaba del verso. Que la prosa reflejada en tu piel era tan buena como los mejores sonetos para expresar los sentimientos.
Comprendí que el azote de la soledad no es ningún castigo divino ni humano. Tal vez sea una suave caricia del tiempo, tal vez una pequeña parada en la dureza del camino que nos deja reflexionar sobre el efímero y difuso pasado, la inestabilidad del momento presente, el incierto cercano y lejano futuro.
Entendí en tus pausadas y rítmicas frases, muchas expresiones de la grandeza que se oculta en lo breve y sencillo, en lo pequeño, en lo minúsculo, en ese gesto de tu mano cariñosa sobre mi seca piel.
Por eso miro la lluvia, la sempiterna lluvia tamborileando en los fríos canalones, contemplo su continuo rocío calmando la sed de la dormida tierra, y creo verte en cada gota, en cada giro y volteo que dan obligadas, impulsadas por el viento.
Y creo, sencillamente creo, yo que nunca he creído en lo que no han visto mis ojos, sentido mis dedos, notado mi piel, escuchado por mis oídos en la penumbra de la vida sin sol, respirado u olido e inundado en esencias de mixturas humanas lo más profundo de mi alma.
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