El cansancio también alcanza a los intrépidos. No perdona, asalta a los caminantes desprevenidos y se mete tan adentro, tan interior que cuesta desalojarlo.
Contemplo a mi hija tumbada cuan larga es en el sofá. Ha llegado agotada. Finalizado el curso, se ha embarcado en unas prácticas en una empresa. Realiza trabajos distintos, unos agradablemente atractivos, otros rutinarios.
Cuando finaliza las cuatro horas de su jornada, regresa con ese cansancio y esa ansiedad típica de cuando se comienza en un sitio nuevo, distinto.
Quiere contárnoslo todo, con pelos y señales, transmitirnos sus nuevas experiencias, sensaciones. Necesita disminuir la ansiedad, relajarse, recibir las señales de aprobación o reprobación, de alegría, tristeza o indiferencia que emitimos su familia. Y seguir su camino, el camino que nunca acaba uno de andar o desandar.
Me recuerda mis comienzos, aunque los vea tan en la distancia que siento como que fueron otras vidas, lejanas, poco familiares, extrañas que se han quedado en las cunetas de la polvorienta carretera.
En fin, también el cansancio se ha apoderado de mí esta tarde.
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