La pregunta sobre si tendremos o habrá otra oportunidad se la lleva planteando el ser humano desde que fue consciente de ser una especie única, distinta. Digo distinta sin pretender decir que somos superiores a otras especies. Los cómputos favorables dependen tanto de la prueba que empleemos para realizar la medición que nos podríamos llevar grandes sorpresas.
La respuesta a esta dolorosa pregunta es la propia esperanza.
La esperanza es una droga milagrosa, sirve tanto para curar el mal de las alturas como el mal de amores. Nos crea mundos de ilusiones que alimentan nuestro alma de una forma demasiado ficticia pero imposible de diferenciar de la realidad o las múltiples realidades que vivimos de forma paralela. Droga pero bendita droga al fin.
Sin embargo, el deseo es una espada de doble filo, uno de los cortes puede sanar, el otro puede provocar demasiado daño. El deseo distorsiona tanto las cosas que muchas veces uno no sabe si compensan los beneficios a las pérdidas. Algunas filosofías y religiones persiguen su abolición como fin supremo. No lo sé, tal vez tengan razón, o tal vez no. Me resulta difícil imaginar una vida sin deseo.
En ocasiones, los deseos pueden ser una especie de condena y los dioses nos pueden castigar cumpliéndolos, en una amarga forma de mostrarnos que lo que deseamos es tan endeble en su estructura como la materia que forma los sueños y las esperanzas.
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