La noche se acerca gélida en la madrugada. Una madrugada de sábado, como tantas otras noches fronterizas de viernes a sábado, preparándome para ese viaje periódico a la capital, cruzando en metro la línea de la ría en dirección a la metrópoli.
Me rodean muchas personas con cara de sueño. Cara de sueño y esperanza, o desesperanza, porque ambas son compañeras y suelen ir tan juntas en el mismo viaje que no se las distingue nítidamente.
Es una buena hora para divertirse, recorrer la ruta de bares conocidos, cruzarse con las personas de siempre y de nunca.
Me pregunto dónde quedó ese safari urbano, tal vez en algún remoto lugar de mi memoria. No sería capaz de reconocer las sendas por las que, con alegría y sueño, caminé tantas veces.
La salida del metro me abre de nuevo los horizontes de la noche y me aguarda una espera más larga de lo debido hasta que el conductor del autobús abra la puerta y recomience el viaje.
Las caras se alargan con la espera, el ruido se apaga en esta temprana madrugada. Las luces artificiales nos perfilan como espectros que buscan en anhelado reposo.
Estamos en marcha, la tripulación se acomoda en sus asientos de remeros de esta embarcación moderna. Se transforman las luces en sueños, los sonidos en recuerdos. Mientras en el dial van cambiando las estaciones de radio, mientras se hablan de mágicas construcciones, de soledades infinitas del alma, de hipotecas del cuerpo y de la vida al mejor precio del mercado, dormito intentando encerrarme en mi mundo interior, en mis remembranzas, entre los profundos suspiros de la compañera de viaje, profundamente dormida, que el azar me ha deparado.
La lluvia golpea los cristales con furia, el conductor, rodeado de un halo de blanquecina luz, transforma sus rasgos y se convierte en un intrépido piloto conduciendo la delicada nave de madera por un engañoso y desconocido piélago.
Me siento bien y mal, con esa ambigua sensación de que uno vive el presente sin poder romper las ligaduras del pasado. El pasado que viene en oleadas dolorosas o placenteras cuando menos lo esperas. Es un compañero infatigable, nunca se cansa, siempre te espera, te alcanza, acompasa su marcha, agota tus fuerzas, o repara las heridas que él mismo ha abierto.
Me asombro de que estás omnipresente, en cada instante del viaje, no descuida ningún detalle. El viajero siempre lleva el recuerdo de su amada, de la Eva esencial impregnando sus cabellos, su piel. Es el hilo que une su origen y su destino. Te transformas en mis ensoñaciones, tienes múltiples rostros, innumerables y amados cuerpos. Retorna continuamente el pensamiento placentero pero absurdo, la cruel pregunta de por qué me encuentro aquí, rodeado mi cuerpo de la frialdad de este asiento de autobús, y no pegado a tu cálido cuerpo, envueltos los dos en nuestras placenteras sábanas.
Y en este otoño de mi vida, vuelven a surgir palabras, frases, pensamientos que siempre rondan mi mente, de eterno viajero buscando el prometido y paradisíaco Sur.
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