Este fin de semana me dieron una desagradable sorpresa.
Me hicieron asumir una vez más lo efímeras que son las cosas.
Un fin de semana al mes, mas o menos, voy a la Capital, en el autobús de línea que sale a la 1:30 horas (¡sí, en la madrugada o lo que sean esas horas!). Después de casi cinco horitas de autobús, con una parada técnica en medio (para estirar las piernas y lo que sea menester), llego a la estación de autobuses más claustrofóbica que conozco y rápidamente compro dos o tres periódicos en uno de los quioscos de la estación y salgo disparado a la superficie.
Siempre hago lo mismo, ir a una cafetería un poco cutre (poquito porque lo compensan la amabilidad y gracejo de los camareros), llamada Loren’s que es la única abierta.
Allí me busco una mesa en el fondo, pido un zumo de naranja, un café y unos churros o cruasanes (vamos, lo que tengan) y comienzo la ceremonia de leerme todo de cabo a rabo. Como no tengo ninguna prisa porque mis obligaciones no empiezan hasta las diez, repito lo del zumo, el café y demás, otras dos veces, e inmersión en la prensa escrita.
Suelo acabar todo este protocolo sabatino, lavándome a conciencia las manos para eliminar bien la tinta de los dedos y saliendo a respirar el aire impuro de la gran ciudad dando un paseo hasta el centro para que las piernas recobren un poco de vida.
Pues bien, a partir de este sábado debo hablar en pasado porque nada más salir a la superficie me di cuenta de que algo iba mal: no noté luces en el Loren’s y cuando me acerqué, vi que todo estaba cerrado y bien cerrado y el interior daba un aspecto de abandono. Ese aspecto que tienen los locales cuando se les han dado el punto y final. Mi desilusión fue terrible. No me gustó la situación y me sentí desamparado. Mucho más cuando la otra cafetería que más o menos me agrada y que está justo enfrente, no abre hasta las siete o siete y media.
Me encontré obligado a meterme otra vez en las desagradables profundidades y, como no me gustan las cafeterías subterráneas, tomé un metro hacia el centro, con la ilusión y la amargura (sentimientos simultáneos y contradictorios) de encontrar un nuevo lugar para retomar mis mensuales prácticas, cuasi-religiosas, de madrugada del sábado en la gran manzana madrileña.
¡Qué efímeras son las cosas!
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