Miré al sol y, en la turbia ceguera de la noche, vi la Ciudad de la Luz, y a los hombres y mujeres aúreos.
Estabas allí, sonriente, con la cabeza erguida, explicando que la vida en el Edén no sería muy diferente.
Y las aguas de los ríos eran cálidas y frías a la vez.
Envolventes aguas de vida que reflejaban tus dulces ojos, que reflejaban la luz que emanaba de tu mirada.
El sudor perlaba tu frente, la bruñía, sacaba brillo a tu estrella, guía polar hacia el futuro.
Y comprendí que si la efímera felicidad existía, ésta habitaba en la calidez de tu alma, en la ambrosía de tus labios.
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